lunes, 27 de julio de 2009

Inocente pobre niña

El hombre de la camisa blanca, y corbata azul de rayas, me sonrió desde que se aproximó al sillón en donde lo esperaba. Después de tenderme la mano y de un saludo cordial, me pidió que tomara asiento e inicié mi camino hacia un interrogatorio que, sin saberlo, terminaría por dañar mi dignidad de manera irreversible.
–Venía porque quería tramitar una tarjeta de crédito.
–Sí, si me acuerdo que habías venido a preguntar por lo requisitos la semana pasada.

Primero observó mi identificación, después el comprobante de domicilio y, por último, comenzó a hojear mis recibos de honorarios. Podría jurar que una sonrisita de compasión se le escapó de los labios.
–Ok, vamos a capturar tu solicitud.
Aunque mi boca logró articular un “gracias”, en la privacidad de mi mente imaginé la formación de una nube negra, justo encima de mi cabeza, y que, de un momento a otro, estallaría como la manifestación de mi fracaso en el mundo de los historiales crediticios. Segundos después, el ingenuo ejecutivo de cuenta (según explica la tarjeta de presentación que más tarde me obsequiaría) inició la tortura:
–¿Qué otras tarjetas de crédito manejas?
–Ninguna.
–¿Nada? ¿Departamentales? ¿Nada?
–Nada.
(Otra vez la sonrisita compasiva).
–¿Qué propiedades tienes?
Tragándome el orgullo, e ignorando la crueldad de la pregunta, respondí lo inevitable:
–Ninguna.
–¿Coches? ¿Casa? ¿Nada?
–Nada.

Después de otra serie de cuestionamientos que demostraban mi ‘independencia’ laboral, mi escasa experiencia en la vida profesional (sólo llevo 10 meses trabajando), mi humilde y variable sueldo, mi falta de propiedades y la inexistencia de otros tantos elementos que comprobaran mi ‘solvencia económica’, Rodrigo (así se llama según decía el letrero de su escritorio) se levantó por unas hojas que posteriormente me tendió para ‘verificar’ mi información personal.
Cuando recibí los papeles, descubrí que el hombre era un santo: Inventó que llevaba cinco años trabajando en mi empresa, que mi sueldo mensual era del triple de lo que realmente es, que poseía un modelo Chevrolet con valor de $115,000 pesos y que mi profesión peternecía a la clasificación de dentista, doctora o abogada. Después de un par de carcajadas, le dije que todo era correcto.
Pero ni mi buena suerte ni las nobles intenciones del hombre de la camisa blanca, y la corbata a rayas, fueron suficientes: La tarjeta había sido rechazada.
–Llámame el miércoles. Voy a ver qué puedo hacer. Si no resulta, te sacamos una tarjeta preaprobada.

Sonreí agradecida y, sintiéndome como una indefensa e ‘insolvente’ niña, salí casi arrastrándome del banco. La nube negra, en efecto, había estallado sobre mi cabeza.

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