Resultado: éxtasis y absoluta fascinación (o la confirmación de que el conocimiento me resulta placentero).
Traducción: soy una tremenda ñoña que no puede vivir sin debrayar y aprender cosas que el mundo considera inútiles.
Mientras escuchaba y argumentaba sobre la esencia del hombre, sentía un roedor trepado en una rueda y corriendo esquizofrénicamente dentro de mi cabeza. A nueve horas del término de la clase, me siento perturbada (y horrorizada) por un pensamiento que me taladra el cerebro desde que descubrí Anticristo, de Lars Von Trier, y que recordé esta mañana:
Somos hombres perversos.
[Quien ponga en duda esta afirmación, favor de consultar su edición favorita del periódico La Prensa, hojear una enciclopedia del crimen o aventurarse en algún bellísimo barrio citadino sin policías, lleno de joyas y a mitad de la noche]
Para encontrar la causa, se debatieron cuatro posibilidades:
- Dios es perverso.
- Somos un error de Dios.
- Dios es un error nuestro.
- No estamos hechos a su imagen y semejanza.
Todas las posibilidades me alteran al grado de sentir que caeré en un estado catatónico hasta no llegar a una resolución.
En algún momento de la clase, empecé a dudar si creía en Dios. Luego me asusté por pensarlo y me dio miedo que, de creerlo, Dios me castigara...