sábado, 7 de agosto de 2010

IX.

Ridículo escritor, tú que tomas el cigarro entre el medio y el índice de la mano derecha y deliras con los rostros que imprimirás en tu vida.
Miras la hoja el blanco, el cursor parpadeante y, en tu cerebro, comienzan a formarse frases inconexas a las que torpemente vas dando forma con cada golpe de tus dedos sobre el teclado de la computadora. Traduces pensamiento, intentas trazar con claridad las borrosas imágenes que ya se han gestado en tu intelecto y las nombras. Transformas lo abstracto en realidades. Transcribes sentimientos, los engrandeces o menosprecias con adjetivos comunes y vas volcando el alma en un formato electrónico que igualmente funciona como salvación o desahogo.
Palabra por palabra, línea por línea vas dando forma, creando sentido. Significas, resignificas, desentierras sinónimos y oprimes el letal ‘delete’ cuando te avergüenzas de párrafos enteros que aniquilas sin remordimiento alguno.
Juegas con la inmortalidad, intentas dominar el tiempo y apresar fragmentos efímeros de realidades que amenazan con desaparecer de tu memoria. De las caóticas imágenes y sensaciones que piensas, ansías crear materialidad, estructura, Ser.
Y ahí queda el párrafo terminado. Lo observas temeroso y desconfiado. Miras sus defectos y pocas veces te sientes satisfecho. Al menos te congratulas por el espíritu sosegado. Algunas veces borras la evidencia y finges que nunca existió. Otras veces te armas de valor y le dejas salir del procesador de texto en que nació. Siempre desconfiado, intentando que el siguiente sea mucho mejor. Y así con tantos otros fragmentos que emergen de tu sinsentido y que a veces toman la apariencia de aquello que llaman escritura.

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