¿Te acuerdas de cuando sabía tocar el piano?
Mañanas de domingo y café. Voces en la casa. La puerta del jardín abierta y luego los vecinos preguntándole a mi mamá quién de la familia sabía tocar. Conocía todas las marcas de pianos. Según yo había diferencias entre mi Baldwin y el Wurlitzer de cola que a mi papá le hubiera encantado comprarme en la Sala Chopin. Me pasaba las tardes ensayando, leyendo la partitura hasta que sonara bien. Frustración, bajar la cabeza, golpear las teclas blancas y querer romper los pentagramas cuando me tardaba demasiado en llegar a la velocidad ideal.
¿Te acuerdas de Mozart? Era el reto máximo aunque la gente se conformara con Beethoven. Falanges en frenesí, cascada musicalizada de derecha a izquierda, de izquierda a derecha y dando saltos ocasionales entre una octava y otra hasta recorrer el piano entero. Tiempo detenido. Sanación del alma misma en el acompañamiento de la clave de fa. Llorar a ratos, enorgullecerme en otros tantos.
Entré y miré el polvo sobre la madera oscura. ¿Por qué no recordar viejos tiempos? Escogí a Schubert, como antes. Serenade. Y, milagrosamente, la música emanó de las manos torpes y adormecidas. Tiempo detenido. Sanación del alma misma en el acompañamiento de la clave de fa. Ojalá pudiera tocar de nuevo, como antes.
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domingo, 3 de octubre de 2010
viernes, 24 de julio de 2009
La derrota
Hace meses que no toco el piano. Si no supiera que se trata de una evidente exageración, incluso diría que tiene años que no me siento, frente al banco de madera oscura, a tocar alguna de las piezas que aprendí cuando tenía 11 años.
Llegó como regalo de cumpleaños número diez. Tan pronto como aterrizó en la sala de mi casa, intenté ser autodidacta y comencé a practicar varios de los temas que venían ‘dibujados’ en lo que hoy llamaría: Piano for dummies. Poco tiempo después, me había convertido en el orgullo de mis padres: después de sólo unos meses de clases, ya interpretaba lo que a un compañero de la escuela le había tomado años en ‘perfeccionar’.
Tocaba cuando estaba feliz y cuando lloraba. Mi papá decía que, después de un par de melodías, se me olvidaba la tristeza. También me ponía ‘a prueba’ y, cuando según él me veía my concentrada en una partitura, me tapaba los ojos y casi lloraba de la felicidad cuando atestiguaba que podía seguir tocando sin tener las notas enfrente.
Nunca me ‘lucí’ en un recital. Me daba demasiada pena y me sentía incapaz de ‘demostrar’ lo que supuestamente sabía. Tampoco podía tocar enfrente de visitas. Las manos me temblaban, se me borraban las tonadas de la mente y ni siquiera podía poner en pie sobre el pedal de la parte inferior del piano.
Cuando cumplí 16 ó 17, superé el reto que me impuse desde que aquél instrumento se convirtió en mi posesión y mantuve mi promesa de ‘retirarme’ de la música.
–Sólo quiero aprenderme ‘esa’. Cuando lo haga, podré estar tranquila y dejar de tocar.
Y lo hice. Las notas que mantuve en la memoria durante años, se evaporaron lentamente. Ya no recuerdo nada y, cuando intento leer, pareciera que la vista me engaña y las notas –antes tan conocidas– se transforman en jeroglíficos imposibles de descifrar. Entonces me invade la nostalgia y lloro, pero no hay armonía alguna que borre mi desconsuelo y mi frustración. Con las manos entumidas y torpes, intento evocar viejos tiempos y cierro los ojos. Por fin lo logro: la música empieza a fluir y la amnesia se aleja. Pero el despertar sólo dura unos segundos. Volviendo a abrir los párpados, recuerdo que no tengo la paciencia de volver a aprender todo aquello que sabía. Me he vuelto egoísta con mi tiempo y sólo espero, cómodamente, rememorar el compás de algún acorde que conocía en el pasado. Pero no sucede. Intentando conservar mi dignidad, dejo de intentarlo y –triste y derrotada– me levanto del banco de madera oscura intentando ignorar que me he olvidado, por completo, de cómo tocar el piano.
Llegó como regalo de cumpleaños número diez. Tan pronto como aterrizó en la sala de mi casa, intenté ser autodidacta y comencé a practicar varios de los temas que venían ‘dibujados’ en lo que hoy llamaría: Piano for dummies. Poco tiempo después, me había convertido en el orgullo de mis padres: después de sólo unos meses de clases, ya interpretaba lo que a un compañero de la escuela le había tomado años en ‘perfeccionar’.
Tocaba cuando estaba feliz y cuando lloraba. Mi papá decía que, después de un par de melodías, se me olvidaba la tristeza. También me ponía ‘a prueba’ y, cuando según él me veía my concentrada en una partitura, me tapaba los ojos y casi lloraba de la felicidad cuando atestiguaba que podía seguir tocando sin tener las notas enfrente.
Nunca me ‘lucí’ en un recital. Me daba demasiada pena y me sentía incapaz de ‘demostrar’ lo que supuestamente sabía. Tampoco podía tocar enfrente de visitas. Las manos me temblaban, se me borraban las tonadas de la mente y ni siquiera podía poner en pie sobre el pedal de la parte inferior del piano.
Cuando cumplí 16 ó 17, superé el reto que me impuse desde que aquél instrumento se convirtió en mi posesión y mantuve mi promesa de ‘retirarme’ de la música.
–Sólo quiero aprenderme ‘esa’. Cuando lo haga, podré estar tranquila y dejar de tocar.
Y lo hice. Las notas que mantuve en la memoria durante años, se evaporaron lentamente. Ya no recuerdo nada y, cuando intento leer, pareciera que la vista me engaña y las notas –antes tan conocidas– se transforman en jeroglíficos imposibles de descifrar. Entonces me invade la nostalgia y lloro, pero no hay armonía alguna que borre mi desconsuelo y mi frustración. Con las manos entumidas y torpes, intento evocar viejos tiempos y cierro los ojos. Por fin lo logro: la música empieza a fluir y la amnesia se aleja. Pero el despertar sólo dura unos segundos. Volviendo a abrir los párpados, recuerdo que no tengo la paciencia de volver a aprender todo aquello que sabía. Me he vuelto egoísta con mi tiempo y sólo espero, cómodamente, rememorar el compás de algún acorde que conocía en el pasado. Pero no sucede. Intentando conservar mi dignidad, dejo de intentarlo y –triste y derrotada– me levanto del banco de madera oscura intentando ignorar que me he olvidado, por completo, de cómo tocar el piano.
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