La última vez que Virginia Woolf le
dedicó unas palabras a su esposo, con quien estuvo casada durante 29
años, fue a través de una carta que escribió antes de suicidarse
en el río Ouse. Si hoy esa misiva es atesorada junto con otras 3,800
epístolas que la pensadora británica redactó a lo largo de su
vida, no sólo es porque el texto preserva su personalidad y revela
esbozos de su filosofía, sino porque pertenece a una época en la
que la redacción de una carta era un acto solemne.
La historia se escribe, dicta la
sabiduría popular. Durante siglos –junto con registros contables y
documentos del gobierno– la historia se escribió a través de
cartas. De ser un instrumento de comunicación privada –siempre de
gente educada, claro– se puso al servicio de la religión y el
arte. En el Nuevo Testamento están las epístolas a los romanos, a
los corintios, a los gálatas, a los efesos, a tantos más. En
Frankenstein, Mary Shelley le da vida a un monstruo de piel
putrefacta a través del relato de un capitán que mantiene
correspondencia con su hermana para describir la rivalidad entre criatura y
creador.
Hoy las cartas han perdido su encanto,
incluso en Internet. Si se googlea (verbo nacido de la era sin cartas) la palabra “correo”, el primer
resultado que arroja el buscador es el de un servicio electrónico de
Microsoft. El cuarto resultado enlistado –el enciclopédico– no
define el servicio que conlleva el transporte de cartas o documentos
de un lugar al otro, sino el “electrónico”. No es sino hasta la
parte inferior del navegador que el servicio postal mexicano enlaza a
una página que, de primera instancia, muestra una postal en color
sepia para referir al viejo edificio de correos que se inauguró, en
la Ciudad de México, en 1907. La imagen gastada, con sus anotaciones
en letra cursiva, se traduce en nostalgia.
Juan Villoro escribió que pertenecemos
a la primera generación que vio desaparecer las cartas. En tiempos
de emoticons, TQM's y 4EVERFRIEND's, la redacción de una carta
escrita a mano es casi una artesanía. Hoy ya nadie tiene pluma y
papel a la mano –para escribir está el iPad o, mejor aún, el
iPhone– y, mucho menos, paciencia. Antes el sistema de correo
alimentaba la dulce espera entre dos amantes, avivaba la inquietud de
una mujer que esperaba noticias de un marido en la guerra. Hoy ya
nadie espera y, mucho menos, cuida su prosa: la comunicación
electrónica transformó la palabra en obsolescencia, aceleró su
caducidad.
La mutación del sistema de correo
también transformó al intermediario que solía participar en este
proceso de comunicación. Los griegos empleaban atletas que corrían
de un lado a otro para entregar una carta. Los mosqueteros se valían
de hombres a caballo para transportar una misiva. Los árabes
confiaban en los servicios de las palomas mensajeras. Hoy sólo en el
universo de fantasía de Harry Potter podría concebirse que una
lechuza estuviera a cargo de la entrega de un mensaje que podría
enviarse, en segundos, por email.
Hoy no hay esclavo de la cultura de
masas que conciba su vida sin correo electrónico. Cuando la extinción de las
cartas escritas a mano –y la extraviada sensación de espera– se
agradece, olvidamos que, sin cartas, Jonathan Harker no habría
descrito al vampiro más famoso de la historia –en Drácula–
ni el joven Werther habría narrado las desventuras de su amor en una
de las novelas mas icónicas que Goethe entregó al romanticismo. La
historia de Romeo y Julieta carecería de tragedia, pues no hubiera
existido una misiva extraviada que culminara en la muente de los
amantes. Kafka jamás habría expresado su rencor al padre. No habría
cartas a ningún joven poeta. Jaimito, el cartero, no existiría.
Julio Cortázar expresó que odiaba las
cartas literarias, cuidadosamente preparadas, porque él prefería
dejar correr libremente el río de pensamientos y afectos. En estos días en que
lo único que recibimos del servicio postal es un montón de cuentas
por pagar, la correspondencia del creador de los cronopios y de famas
es un tesoro en los estantes y librerías de una sociedad que se ha
olvidado de cartear.