lunes, 21 de mayo de 2012

Kamikazes

No se necesita ser filósofo para comprender la naturaleza verdadera de un puñado de chocolates. Dirá la Real Academia Española que no son sino pastas hechas con cacao y azúcar molidos, pero la realidad es que emergieron de las manos de un repostero regordete y comilón para especializarse en el oficio de la muerte.

Un chocolate, un intrépido suicida que llega a la mesa enmascarado bajo el disfraz del tercer tiempo de un menú de degustación. Un kamikaze cuyo único propósito existencial es tropezar con un conjunto de papilas gustativas en espera de embriagar al cuerpo de la más absoluta satisfacción. Sentir la humedad de una lengua antes de perecer. Ser valiente y resistir. Aceptar el destino que le impone un deceso por derretimiento.
Todo chocolate posee una pista de despegue propia: la porcelana de un plato que le hace lucir apetecible desde el centro de la superficie blanca o la caja que le ha reservado un compartimento individual para cumplir con su deber. Todo chocolate es el artífice de un engaño. Hace creer a quien está a punto de engullirlo que es él, y no el chocolate, quien le ha elegido para cumplir con un propósito: el de convertirse en postre. Todo chocolate es un malhechor innato. Posee un disfraz que le hace parecer víctima en lugar de victimario. No es necesario que acepte una rendición incondicional porque todo ser humano le desea. Por eso se inmola, todo chocolate, en el más dulce trayecto aéreo: a bordo de un par de apéndices articulados y con rumbo a unos labios que le aprisionarán. Y así –siempre así– un chocolate se transforma en mártir.

Allá, muy lejos, un pequeño chocolate se prepara para morir. Toma vuelo y da un salto diminuto hasta los dedos de una niña que, de un solo bocado, eternizará la gloria de un pequeño y anónimo kamikaze.