[Escribí este texto después de una entrevista que realicé para la revista Esquire Latinoamérica. No se publicará en el medio en el que trabajo (porque ahí aparecerá en un formato tradicional de pregunta-respuesta) pero dejo este registro como agradecimiento a una figura que admiro y me inspira]
Encontrar la mirada
de Jon Lee Anderson es reconocer al testigo que ha presenciado
algunos de los acontecimientos que han definido la historia
contemporánea. En su palabra está el rastro de sociedades laceradas
por conflictos armados, terrorismo y dictaduras y, a través de las
crónicas que han nacido de su interminable andar por el mundo, se
han manifestado las voces que el periodismo y la narrativa
convencional se han permitido ignorar. El que actualmente trabaja
como corresponsal de la revista The New
Yorker nació en California, Estados
Unidos, pero ha pasado gran parte de su vida cubriendo guerras y
develando la personalidad de líderes que han definido las vidas de
los millones de individuos sobre los cuales han ejercido su poder.
Hoy el cronista me recibe para platicar sobre África. Tiene un
expreso a medio terminar sobre la mesa y su perfecto español me
comprueba que incluso los años de la infancia que pasó en Colombia
han influenciado su manera de hablar.
“Llevo una vida
agitada entre varios continentes pero África es un lugar al que
siempre voy con gusto. Las diez crónicas que reuní en el libro
constituyen el material que he escrito para The New Yorker. He tenido
otras experiencias en otros lugares, claro, pero aún no las llevo al
papel”, confiesa uno de los pocos occidentales capaces de cambiar
de piel para aproximarse a culturas radicalmente distintas a la suya.
Anderson se dejó conmover por África desde la primera vez que pisó
Liberia, durante el año que ahí pasó siendo adolescente, y después
la inagotable fascinación que le despierta la otredad lo llevó a
explorar y documentar territorios como Zimbabue y Santo Tomé. “Para
aproximarse a sociedades tan distintas hay que dejar atrás el bagaje
cultural propio. Las personas no deben verte como alguien prepotente,
racista o arrogante. Hay que saber cómo son los individuos e
intentar convivir con ellos para que se abran ante ti. En África no
es difícil porque la gente es muy generosa y hospitalaria, siempre
me ha hecho sentir bien recibido”.
Hasta el momento, el
hijo de un diplomático y una escritora cuyos viajes constantes lo
llevaron a memorizar la organización del mapamundi, ha publicado
ocho libros que compilan sus experiencias de viaje, entrevistas y
perspectivas sobre los contextos que captura a través de sus
crónicas y perfiles. ¿Perspectivas? Eso mismo. El autor de Che
Guevara: una vida revolucionaria, está
consciente de que sus lectores conocen el mundo a través de sus ojos
y de que tiene las herramientas para orientar sus puntos de vista.
“Uno dice, casi como una máxima periodística, que siempre se
busca la objetividad. Yo he dejado de decirlo porque creo que ninguno
de nosotros es realmente objetivo. Hay noticias y crónicas en las
que no es bueno ser imparcial. Yo quiero que mis lectores tomen sus
propias decisiones en torno a mis personajes pero, claro, sé que en
mis descripciones también está mi juicio. Intento ser imparcial
pero, cuando no puedo serlo, expreso que estoy frente a un abuso o
una injusticia y quiero que alguien lo vea”. Quizá por eso hay
quienes sentimos que sus crónicas son una invitación a experimentar
el periodismo narrativo con todos los sentidos: en sus textos puede
distinguirse el desagradable olor de un río en Santiago de Chile,
pueden escucharse los gritos de una multitud enardecida en las calles
de Bagdad.
Jon ha terminado su café.
A pesar de que el día está soleado, lleva puesto un suéter gris
sobre una camisa de rayas azules y no parece sentir calor. Se le ve
tranquilo y escucha con atención todas las preguntas con las que lo
asalto. Le echa una mirada distraída a su iPhone y aprovecho el
momento para preguntarle cuáles deben ser las habilidades de un
cronista al que no le queda más que intentar sobrevivir a la
competencia que la inmediatez le impone mediante redes sociales,
notas televisivas brevísimas y una cobertura noticiosa que no duerme
y se manifiesta a través de Internet. “Nosotros tenemos algo que
no ofrece nadie más: la posibilidad de adentrarnos en un mundo
distinto, en una historia. A todos nos gustan las historias, desde
que somos niños y queremos que nuestros padres nos cuenten una.
Quienes estamos muy asediados por la instantaneidad, entendemos que
estamos perdiendo algo y que necesitamos reflexionar dentro de un
relato. Hay hechos que ya ni miramos porque son como ruido blanco. El
reto del cronista es buscar qué hay detrás de esos hechos”. El
aficionado al box piensa que la realidad no sólo debe reportarse y
retratarse, sino también aprehenderse. Asegura que en América
Latina hay un gusto por la crónica y que nutrir el periodismo con
boletines de prensa es una costumbre tan vieja y en desuso como la
comunicación a través del telégrafo. Concluye su idea diciendo
que, aunque no todo el público esté dispuesto a leer crónicas de
gran extensión, éstas sí pueden alimentar a la sociedad y
solventar el porvenir de una buena parte de los periodistas de hoy.
Mi entrevistado no
sólo vino a México a presentar su nuevo libro, sino también a
formar parte de los talleres de la Fundación Nuevo Periodismo
Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez para dirigirse a
jóvenes que apenas incursionan en el ámbito periodístico. Y es que
Anderson, que trabaja para un medio de comunicación norteamericano,
ha logrado mantener una actitud crítica ante el establecimiento de
la agenda pública del mundo actual. “El poder es quien, casi
siempre, establece lo que es noticia y lo que no. En los años que
llevo como periodista –incluso en los mejores medios– sé que
cubrimos un acontecimiento, secuela o guerra porque se impuso una
agenda al respeto. Tiene que ver con una política de filtrar las
noticias. Y eso es parte de una herencia. Ellos saben cómo adiestrar
y guiar, cómo establecer una noción de noticia de vanguardia y
calidad”. A pesar de esto, el autor de La
caída de Bagdad, también considera
que hay un periodismo independiente emergente que obedece a la
democratización de los medios. “Es un poco indiscriminado pero, de
cualquier modo, las historias que han salido de medios como blogs o
YouTube han revelado hechos contundentes que el poder ha querido
ocultar. Tenemos, por ejemplo, el caso de Wikileaks. Estamos ante
tiempos distintos. Ahora se vive una lucha entre el poder establecido
y los medios nuevos”.
La plática continúa y me
atrevo a expresarle que hoy pareciera que el terrorismo es uno de los
temas que, justamente, funciona como guía de la agenda noticiosa.
Anderson afirma con la cabeza y me dice que él tiene muy claro lo
que significa la palabra ‘terrorismo’. “Si se utiliza la
violencia para crear terror destinándola a víctimas inocentes, eres
terrorista. Sin embargo, si, por ejemplo, unos patrulleros mueren a
manos de un grupo guerrillero, a pesar de la pena hacia la familia de
los policías, éstos son un blanco militar más o menos legítimo”.
En el año 2000, Jon conoció al Subcomandante Marcos. Trae a la
mente la experiencia para asegurarme que él, con sus virtudes y
defectos, era un guerrillero, no un terrorista. “Sí utilizó la
violencia, pero la controló mucho. Hubo gente que murió pero quién
no diría que, en aquella época, al gobierno de México le faltaba
legitimidad. Es difícil porque, claro, es la aseveración de un
grupo contra otro. Es como decir: no eres legítimo porque
históricamente has sido mi represor y ahora estoy en mi derecho de
utilizar la violencia para cambiar esta situación. Podemos estar de
acuerdo o no, pero colocar bombas en lugares públicos, donde
cualquiera puede morir, es un acto terrorista y siempre lo ha sido”.
Por eso, resume el periodista, ahora que el terrorismo es la nueva
forma de pelear y palabras como ‘guerrillero’ y ‘mercenario’
prácticamente han desaparecido del argot, hay que prestar atención
a las nuevas realidades que se presentan ante nosotros.
En La
herencia colonial y otras maldiciones, hay
una carta que Anderson escribió desde Libia. Rey
de reyes narra los últimos días de
Muammar Gaddafi pero inicia con una reflexión acerca de la caída de
un dictador: “¿Cómo termina todo? El dictador muere, consumido y
demente, en su cama; huye de los rebeldes en un avión privado; es
atrapado, escondido en un puesto avanzado de montaña, en una tubería
de alcantarillado, en un agujero de araña”. La narración continúa
y habla del juicio, de la paranoia, de las inquietudes de una
sociedad que, ante la inminencia de su tan esperada liberación,
también siente miedo y se pregunta cuál será el rumbo que tomará
su futuro. ¿La historia siempre se repite? ¿El dictador africano y
sus mecanismos de terror son similares a los del dictador
latinoamericano y el europeo? “La esencia es la misma. Tomemos como
ejemplo a la Rusia posterior a la Guerra Fría. ¿Vladimir Putin es
demócrata? Nadie en el mundo lo cree pero hay alternancia en las
urnas. Aparentemente ahora los rusos votan y poseen el instrumento
que antes sólo existía en Occidente: la democracia. Sin embargo,
hemos aprendido que la alternancia en las urnas no es una respuesta
final porque hay un puñado de hombres que puede arrebatar los
recursos de un país entero, hacerlos suyos y, tras convertirse en
oligarca y millonario, jactarse de ser demócrata”. Hoy siguen
existiendo dictadores. No obstante –y ahí han estado Hugo Chávez,
en Venezuela, y Álvaro Uribe, en Colombia, para probarlo– desfilan
como presidentes elegidos democráticamente. “Los nuevos dictadores
son escogidos. Hoy el mundo es más complejo pero hay que
reconocerles cuando aparecen. El dictador de nuestros días se
camufla. Es como el racista en Estados Unidos, que sigue estando ahí
pero esconde su desdén inventando el Tea Party”.
Jon se quita los lentes y
los coloca sobre la mesa cuando le pido que me comparta sus propias
definiciones de justicia y violencia. “Cuando se trata de menguar
los excesos, la justicia lo es todo. Estoy convencido de que se
requieren tres elementos para mantener una sociedad sana: un poder
judicial transparente y honesto, una policía que, en vez de
representar una amenaza, sea verdadera guardiana y protectora y una
prensa independiente y honesta. Si se carece de alguno de estos
componentes, la enfermedad empieza a aparecer en sociedad”.
Continúa hablando sin titubeos y, de los temas que hemos tocado
hasta el momento, éste es el que comenta con mayor severidad.
“Lamentablemente, hay demasiados procesos políticos violentos. A
pesar de esto, hay algunos que eventualmente logran legitimarse y es
curioso presenciar el proceso. En algunas ocasiones, el terror y el
paso del tiempo transforman los eventos que iniciaron como baños de
sangre y arrebatos de poder en continuidad”. Me pide que reflexione
sobre los gobiernos y estados que han comenzado así. Me vienen a la
mente los regímenes de Augusto Pinochet, Hugo Chávez y Muammar
Gaddafi, tres hombres que Anderson ha documentado en sus libros y que
comparten lo siguiente: tras iniciar como revolucionarios y despojar
a viejos tiranos del poder mediante un enfrentamiento armado,
instauraron regímenes totalitarios, violentos y empeñados en
presumir una falsa aprobación popular. “Gran parte del mundo es
así. Las poblaciones están a expensas de las manías de quienes las
gobiernan o manipulan sus destinos. Por eso me interesa tanto hacer
perfiles de gente de poder, porque realmente creo que una sola
persona puede afectar la vida de millones”.
Durante los 15 años
que ha trabajado para The New Yorker,
el observador que piensa que todo perfil debe capturar la
tridimensionalidad de un individuo, ha retratado a sus personajes con
el detalle que el pintor de finales del siglo XIX temía perder ante
el inminente boom de la fotografía. Cuando se enfoca en un solo
personaje, Anderson no necesita una cámara para darlo a conocer a
sus lectores: sus escritos periodísticos expresan tanto la
relevancia del poder del perfilado, como sus rasgos físicos. Sus
textos inician con una exploración de algunas características
externas del sujeto y terminan clarificando cómo es que la figura de
interés llegó a convertirse en lo que es. En el perfil que escribió
de García Márquez, por ejemplo, el público comienza la lectura
averiguando la marca del automóvil que el escritor colombiano
utiliza para recorrer Bogotá y termina enterándose de que Mercedes,
la esposa del Nobel, empeñó la estufa eléctrica y su secadora de
pelo para que ‘Gabo’ pudiera reunir el dinero para enviar, en dos
paquetes, el manuscrito de Cien años de
soledad a su editor. “Para escribir
un buen perfil hay que empaparse de la persona y de su contexto, hay
que salir del entorno propio y buscar movimiento, experiencias
paralelas que arrojen luz sobre la meta principal. Es necesario
entrar en la vida creada, en el mundo y en las percepciones de
otros”.
Jon Lee Anderson sabe cómo
entrar en la vida creada de un dictador. El perfil que escribió de
Augusto Pinochet empieza con una declaración que provoca que todo el
que conozca la historia de Chile sienta una punzada en el estómago:
“Sólo he sido un aspirante a dictador”. La agudeza de la punzada
incrementa hacia el final de la lectura, en que el periodista
transcribe lo que Pinochet respondió cuando le preguntó cómo
esperaba que la historia lo recordara: “Como a un hombre que amó a
su patria y la sirvió toda su vida. Tengo ya ochenta años y lo
único que conozco es el deber. Espero que hagan justicia a mi
memoria. Cada cual lo interpretará como quiera”. El impacto que
genera la revelación de semejantes declaraciones se repite de
dictador en dictador. El lector del texto que Anderson escribió
sobre Hugo Chávez no sólo se entera de que el venezolano tenía la
mala costumbre de beber veintiséis tazas de café al día, sino
también de que Chávez es el mejor aliado que Fidel Castro tiene en
el hemisferio Occidental. En palabras de su amigo, el escritor
mexicano Juan Villoro, cuando Jon Lee Anderson escribe un perfil, en
realidad inmortaliza y fija a sus protagonistas con una pasión
equivalente a la de un taxidermista: cada individuo le representa un
cuerpo que debe ser preservado hasta el último detalle.
Los testimonios que
el entusiasta de las novelas de Graham Greene ha obtenido a lo largo
de su carrera han enriquecido su quehacer periodístico y dotado a
sus relatos de la más singular heterogeneidad. Anderson ha
entrevistado al psiquiatra de Hugo Chávez y al médico de confianza
de Sadam Hussein. Gabriel García Márquez le ha hablado sobre su
relación con Fidel Castro y, en una ocasión, la hija de Augusto
Pinochet le confesó por qué a su padre no le gustaban los
periodistas. “Para entrar en contacto con ellos y ganarme su
confianza no he necesitado un arsenal de trucos. Uno debe buscar
recursos y ser perseverante aunque claro, hay veces que se sale con
las manos vacías. Es cierto, me han presentado a mucha gente que
creo que ha confiado en mí porque me he presentado ante ellos con
una pizarra limpia. Saben que no los estoy juzgando y que conmigo
pueden hablar”. Quien alguna vez fuera su colega, el periodista
polaco Ryszard Kapuscinski, también escribía crónicas con la
maestría que sólo un entrevistador hábil y minucioso podría
dominar. En su libro, El emperador,
Kapuscinski reprodujo el ambiente del imperio de Haile Selassie en
Etiopía a través de las voces de los empleados y gente de confianza
del soberano. Jon Lee Anderson, como su colega, también reúne las
voces del poder sin olvidar el susurro de lo cotidiano. La
multiplicidad de testimonios que reúne en sus crónicas y perfiles
no sólo dotan a sus argumentos de la legitimidad de quien explora
todas las caras de la moneda, sino que también arroja luz sobre
historias impregnadas de hechos confusos y sangrientos.
Cuando Jon Lee Anderson
viajó a Sri Lanka para documentar la guerra de aquel territorio,
entrevistó a uno de los líderes de los Tigres Tamiles, un hombre
que estaba a cargo del este del país. El periodista lo interrogó
acerca de los objetivos de su lucha y, tras hablar de socialismo
revolucionario, el terrorista mandó traer a una mujer que había
estado torturando para explicar cómo la despedazaría con dinamita
al día siguiente. Y, aunque la acusada de traición pidió
clemencia, el líder se negó a escucharla. El periodista sabía que
estaba ante un hombre brutal, un psicópata sin justificaciones para
explicar su violencia. Ésta y otras experiencias del estilo me
llevan a preguntarle cómo logra sobrevivir a un colapso emocional,
al miedo de morir a manos del personaje que está documentando. “La
experiencia te sirve para curtirte ante los excesos emocionales pero
uno también debe aprender, en el mejor de los casos, a evitar hacer
cosas tontas. Hay asesinos que prometen que a ti no te matarán, por
una u otra razón. Eso se debe a un acercamiento previo, pero eso se
aprende con el tiempo. Hay colegas que han cometido el error de ir a
buscar a un líder sin informárselo a nadie y, si no hay quien sepa
dónde estás, cometes el error de entrar a su territorio y cualquier
cosa te puede pasar”. ¿Y tu familia? ¿Qué hay de su angustia
ante los riesgos que decides correr? “Con ellos tengo un
entendimiento. Si temen por mí, no me lo dicen. Saben que, si lo
hacen, me inhibo. Sólo en un par de ocasiones lo han manifestado y
yo los he escuchado. Mi mujer cree que tengo una estrella de suerte
pero a veces intuye que no me acompaña”. Hubo una vez en que la
señora Anderson sintió que la estrella no estaba presente. Jon la
escuchó y se quedó en casa. Sin embargo, el trotamundos
incontenible llegó a Somalia –destino del viaje en cuestión–
dos años después. “Me quedé con las ganas. Tenía que ir”.
En el prólogo de El
dictador, los demonios y otras crónicas,
Juan Villoro escribió que un cronista depende de su capacidad de
asombro. Jon se mantiene unos segundos en silencio y luego esboza una
sonrisa para decirme que él asocia la sorpresa al deleite. “Cuando
me hiciste la pregunta, lo primero que me vino a la mente –aunque
suene un poco cursi– es el estremecimiento que me produce la
naturaleza, evidenciar que el mundo aún puede ser bello. Quizá
porque en mi trabajo he visto muchas cosas desagradables”. Y es que
el viajero que alguna vez expresó su desdén hacia el paisaje
contaminado de la Ciudad de México hoy levanta las manos para
expresar el éxtasis que le produjo mirar el Popocatépetl emanando
humo. Anderson, testigo presencial de la violencia de los Tigres
Tamiles en Sri Lanka y de la caída del régimen de Sadam Hussein, en
Irak, aún puede emocionarse y, a pesar de haber dedicado su vida a
cruzar los mares y pisar los cinco continentes, el mundo y la manera
en la que éste rebasa la comprensión humana, sigue sorprendiéndole
y afectando el brillo de sus ojos.
Encontrar la mirada de Jon
Lee Anderson es descubrir a un cronista que ha presenciado la guerra
y ha dominado la palabra escrita para documentar la transición a un
proceso de paz. Es un hombre que se estremece con el recuerdo de
haber entrevistado al último totalitario fascista del siglo XX
–Augusto Pinochet– y lamenta no haber tenido la oportunidad de
platicar con Nelson Mandela. A pesar de los años que lleva
trabajando como periodista, no deja de valorar la posibilidad de
convivir con personajes históricos y formular determinaciones acerca
lo que han significado para la sociedad. En su papel de retratista de
los procesos sociopolíticos y elementos cotidianos que definen el
mundo en que vivimos, ha logrado construir una infinidad de paisajes
de lo que los ojos de la gran mayoría de sus lectores jamás
atestiguarán. Jon Lee Anderson es un viajero inalcanzable, es el
niño que alguna vez vivió en Corea y Taiwan y el individuo que aún
sueña con volver al Amazonas, con la posibilidad de visitar el
Ártico y escribir sobre él.