lunes, 30 de julio de 2012

Restauración

Caminaba el artista, de un lado a otro, cuestionándose la posibilidad de hallar un método indoloro para arrancarse la piel. Pinchar un pedazo de epidermis de su propia frente y tirar, hacia abajo, dejando un rastro menudo de sangre seca sobre la camisa. Continuar desprendiendo, trozo por trozo, hasta llegar al músculo. Y así, en carne viva, hacerse de un nuevo perfil.
Desesperado y muerto de rabia, el artista corrió hasta su estudio. Le atormentaba su cobardía. Se sabía incapaz de desollarse y deshacerse de los miembros caídos de su ser. Le aterrorizaba la idea de recrear su identidad. Abrió la puerta de aquél rincón creativo y derribó caballetes y pinceles; vertió el contenido de los tubos de óleo en el suelo y atravesó, con el puño, su última creación. Un lienzo, desgarrado, se desplomó sobre la alfombra. Agotado, el artista se dejó caer y ahí, con el rostro recostado en los despojos de su obra, se durmió.
Soñó con el diablo, sumergido en hielo, y escuchó un canto de sirenas incitándolo a morir. Visualizó fluidos de tintes aceitosos aglutinándose en un paisaje infernal. Su alma degradada en unas gotas de blanco titanio. Su voz, fundiéndose en la textura grasienta del azul cobalto, hizo eco ante la disolución corporal: ahí, frente a sus ojos, la piel líquida de sus manos desprendiéndose del hueso; metacarpos al desnudo, un agrupamiento de falanges en plena sobreexposición.
El artista abrió los ojos, exaltado, y se puso de pie con precipitación. Se miró las palmas, los dedos, las uñas; dobló y desdobló aquellos apéndices como si desconociera su funcionamiento y articulación. Le cautivó el movimiento, la fragilidad. Eso, la fragilidad, su carácter quebradizo, delicado, tan profundamente perecedero. Se reinventaría –pensó– y a través del arte aprehendería una naturaleza perdurable. No más imperfecciones y, por el contrario, eternidad.
El artista despidió a su ama de llaves pero antes le entregó una copia que le permitiría ingresar a través de la cocina y le aseguró que ahí, en cada visita, encontraría un sobre con dinero. Volverá –le dijo– una vez cada tanto para asegurarse de que siempre haya comida y vino. Pero nunca, nunca, deberá ingresar más allá del salón.
A puerta cerrada, dentro de su estudio, el artista transformó su rostro. Engendró una renovada sustancia material. Removió los espejos de las paredes y desapareció toda evidencia que evocara los fantasmas que deseaba olvidar. Desde aquel momento se aisló, para fabricar durante años, una nueva tez, de rasgos distintos, y sepultar lo que antes fue.