miércoles, 28 de diciembre de 2011

XX.

He vivido durante un cuarto de siglo y dediqué un par de horas del último 25 de diciembre a confeccionar helados de plastilina en una fábrica de juguete cuya caja especifica: “De 3 años en adelante”. Y es que la suerte de haber recibido tremendo regalo obedece a que yo, a mi edad, no he dejado de creer en Santa Claus.

Siempre me gustó la navidad. Cuando tenía como siete u ocho años, fui a una papelería con mi abuelita y compramos todo lo necesario para crear adornos navideños. La verdad es que eran horrorosos –parecía que mis ángeles tenías las órbitas oculares huecas– pero mi mamá hizo de tripas corazón y aseguró su ascenso al paraíso colgándolos del árbol familiar durante más de una década.

Adoraba decorar el pino artificial con ella. Teníamos varias series de luces de colores y miles de adornos –más de la mitad (mal)hechos por mí– que tardábamos una o dos tardes enteras en acomodar. También era feliz distribuyendo las figuras del nacimiento. Cuenta mi madre que era especialmente cuidadosa cuando se trataba de acostar al niño Dios en su cama de paja (aunque yo de lo único que me acuerdo es de mi especial predilección por los borreguitos).

Mi casa entera celebraba navidad. El jardín parecía un invernadero especializado en nochebuenas y adentro del hogar había carpetas con figuras bordadas, juegos de baño, vajillas, vasos y servilletas conmemorativas y un muñeco de nieve que guardaba todas las cartas que de niña le escribía al comandante en jefe de Rodolfo el reno.

Bajo el riesgo de pecar de ególatra, pienso que mis misivas eran particularmente tiernas: siempre iniciaba mis peticiones esperando que mi pedido no importunara al receptor y me mostraba como una infanta consciente y preocupada por todas las obligaciones que tenía el viajante que recorría el globo entero durante una sola noche de finales de diciembre. Por último, mis cartas terminaban deseándole una feliz navidad e incluían saludos para la esposa del portador del traje rojo y barba de color de nieve.

Pues sí, yo era fan de Santa Claus. En una ocasión –tendría yo unos cinco o seis años– mi papá invitó a cenar a un amigo suyo durante la noche del 24. El hombre era idéntico al dueño del trineo. Evidentemente, se lo dije a mi padre, que buenamente me recomendó comentárselo. Y sí, con un poco de pena, me acerqué al doctor Espinoza y dije:

–Doctor… mi papá dice que usted se parece a Santa Claus.

–¿Ah, sí? Pero si yo no me parezco a Santa Claus, ¡yo SOY Santa Claus!

[mi quijada cae al piso]

–Pero…pero… ¿y el trineo? ¿y los renos? ¿y los juguetes? ¿y por qué no trae puesto su traje rojo?

–Ah, pues todo lo tengo escondido. ¿Vas a guardar el secreto?

[mi papá observando y yo viéndolo con sospecha]

–¡Si!

Pasé el resto de la noche en shock. Santa Claus no sólo era amigo de mis papás: además cenaba y bebía vino. Me preguntaba si la mujer que tenía a lado era la verdadera señora Claus. Cuando me dio sueño, me fui a dormir pero ya entrada la madrugada, vi luces bajo mi puerta, corrí horrorizada a contemplar mi chimenea vacía y procedí a preguntar:

–¿Qué no es muy tarde ya? ¡Santa no va a alcanzar a repartir los juguetes!

Santa me aseguró que tenía tiempo de sobra para recorrer el mundo. No mintió. A la mañana siguiente, los juguetes que solicité –y mi emoción de siempre– estaban ahí.

El domingo Santa Claus me dejó en la sala una fábrica de helados de Play-Doh. Se enteró hace un par de semanas de que cada que recorría los pasillos de las jugueterías veía la caja de plastilina con tristeza porque ese regalo nunca llegó a los pies de mi árbol de navidad. Por eso cuando me deshice del papel verde limón y observé la pieza entre mis manos sonreí: Santa Claus sigue cumpliendo su promesa y nunca dejará de hacer mis (¿ridículos?) deseos realidad.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El puro no, de Girondo

En la masmédula (1957) es mi libro favorito de Oliverio Girondo. La primera vez que escuché los poemas del argentino era estudiante de cuarto o quinto semestre de la universidad. Mi maestra se embriagaba con sus versos y, nosotros, con el ir y venir de su voz. Aunque últimamente hay una declamación anónima que me ha llevado a explorar (y amar) Espantapájaros (1932), comparto este primer poema que leí del artista de Buenos Aires.

EL PURO NO

El no
el no inóvulo
el no nonato
el noo
el no poslodocosmos de impuros ceros noes que noan noan noan
y nooan
y plurimono noan al morbo amorfo noo
no démono
no deo
sin son sin sexo ni órbita
el yerto inóseo noo en unisolo amódulo
sin poros ya sin nódulo
ni yo ni fosa ni hoyo
el macro no ni polvo
el no más nada todo
el puro no
sin no

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Decálogo del escapista

  1. No volverás a sentir su cabello entre tus dedos. Serás incapaz de recordar su textura, su color a media noche, su forma de acomodarse sobra la almohada al despertar.
  2. Escucharás su risa sólo en sueños, o quizá cuando pases junto a ella y la observes de espaldas. Extrañarás las tonterías que inventabas para transformar su enojo en carcajadas que concluían con un beso efusivo estampado en tus labios.
  3. Olvidarás su aroma, el que dejaba en tu cuerpo y que añorarás durante el tiempo que notes su ausencia. De vez en cuando te confundirás y creerás reencontrarlo en perfumes similares en la calle, pero sabrás que ese rastro aromático no es el de su piel.
  4. Recorrerás el pasillo con plena consciencia de que no hallarás sus ojos en el camino. No volverás a leer sus labios a escondidas. Nunca más te enviará un beso con las manos y nunca más corresponderás el gesto.
  5. Dejarás de ser su cómplice. No te sorprenderá con un abrazo a mediodía ni con su mano rozando la tuya mientras manejas. Las palabras que inventaron juntos se olvidarán porque ya nadie volverá a pronunciarlas. Habrá instantes en que temerás la inevitable llegada del día en que podrás verla a los ojos sin preguntarte: ¿qué nos pasó?
  6. Sepultarás el cariño, los sueños, las pasiones. Llegará otra y pensarás que todo cambió para mejorar. La olvidarás, pero siempre esperando que ella no te olvide.
  7. Dejarás de imaginar una vejez a su lado. No tendrás que convencerte de pasar una eternidad junto a ella porque ya no tendrás que serle fiel. En tu memoria será joven por siempre. Inmortal ante tus ojos, belleza lejana que no verás menguar.
  8. Te aliviará la idea de haberte librado de las peleas durante la hora de la comida. No más silencios incómodos, no más experiencias desagradables que se sumen a la montaña de rencores que cargaban. Luego recordarás sus reconciliaciones: el sexo a escondidas, sus ojos diciéndote que no quiere perderte y las promesas que ninguno de los dos podría cumplir y, sin embargo, enunciaban. Y entonces, al menos por un segundo, desearás volver a tenerla cerca... sólo para volver a discutir.
  9. Descenderás del avión, observarás los tejados azules y la noche ocre por encima del Sena. Imaginarás sus abrazos, las fotografías que no se tomaron juntos y crearás tu propia experiencia de París, un París sin ella.
  10. La escucharás con atención. Habrán pasado varios años desde la última tarde en que la besaste. Sentirás un nudo en la garganta cuando te confiese que hubo más de una vez en que contuvo sus deseos por llamarte y que tuvo que pasar un tiempo antes de atreverse a aceptar que jamás volvería a estar junto a ti.

jueves, 8 de diciembre de 2011

La Llorona

Para cuando murió, la gente había olvidado su nombre. Todos la conocían como ‘la llorona’. No se terminaba cajas enteras de pañuelos desechables porque hubiera matado a sus hijos: lloraba porque sí. La cara se le llenaba de lágrimas cuando se acordaba del hombre que la dejó, cuando pensaba en los hombres que abandonó, cuando sentía algún malestar corporal que los médicos no trataban rápidamente, cuando terminaba un buen libro, cuando terminaba un mal libro, cuando su jefe la regañaba, cuando su jefe no reconocía su trabajo, cuando no podía dormir, cuando dormía demasiado, cuando despedía a sus amigos desde un aeropuerto, cuando estaba borracha, cuando estaba sobria, cuando viajaba, cuando regresaba de un viaje, cuando asistía a una cena de año nuevo, cuando celebraba el año nuevo sola en su casa, cuando cocinaba y sus platillos no tenían buen sabor, cuando cocinaba y sus platillos tenían excelente sabor, cuando se sentía olvidada, cuando la gente que amaba le recordaba que la necesitaba, cuando iba a la playa, cuando iba a esquiar, cuando veía una película romántica, cuando veía una película de guerra, cuando veía una película de comedia y, en general, cuando veía cualquier película.
Cuando era niña, su madre le decía que parecía magdalena. Cuando creció, comenzó a rentar su llanto para velorios sin mucha concurrencia. Mojaba el pasto con sus lágrimas sin el más mínimo esfuerzo. Convirtió esa lluvia salada en su más próspero negocio: “Llanto a domicilio, cuando usted lo necesite. No lo defraudaré”.
Lloraba porque no le quedaba de otra, porque una noche se le ocurrió sustituir las palabras con sollozos. Lloraba porque sentía que si se esforzaba lo suficiente, la cara se le hincharía tanto que ya nunca nadie podría volver a mirarla a los ojos. Lloraba porque tenía la esperanza de que llegaría el día en que su cuerpo se inflamaría tanto como para desaparecer.

domingo, 4 de diciembre de 2011

XIX.

Era de noche y sostenía un cigarro en la mano. Los faros del auto alumbraban la calle. Había pocos vehículos circulando. Noté que le dolía la patita izquierda y le daba miedo cruzar la calle. No sé por qué lo hice pero decidí bajar del coche. Cometí la locura de hablar con él, de preguntarle si estaba perdido. Tenía el pelo blanco y era pequeño. No sabía si debía cargarlo, pensaba que podría sentirse amenazado y morderme. Como noté que insistía en cruzar la calle, me armé de valor y lo levanté. Cruzamos juntos. Una vez del otro lado de la calle, le pregunté a las personas que pasaban si lo conocían. Nada. Traía la lengua de fuera. Supuse que tenía sed. Fui al puesto de tacos más cercano y le compré una botella de agua y una ración de carne pero no quiso beber ni comer nada. Le pregunté si quería que me lo llevara a la casa. No quiso, quería ir a la suya. Volví a interrogar a un desconocido. Me dijo que vivía en la casa del zagúan café pero que su dueña no lo cuidaba, que seguramente ella lo había dejado salir y que debería de llevármelo porque estaría mejor conmigo. Cuando me acerqué a la casa a tocar el timbre, el perrito empezó a ladrar. Nadie abrió, pero él miraba las puertas esperando a que alguien saliera. Nada.
Me sentí mal por dejarlo ahí. Mi fatalismo me hizo pensar que intentaría volver a cruzar la calle y que alguien terminaría atropellándolo. También pensé que uno siempre extraña su hogar y ansía permanecer un ambiente conocido. No importa si te echan a patadas o te rechazan, cuesta mucho trabajo volver a empezar.