viernes, 31 de diciembre de 2010

Adiós, 2010

Ahora sí, se acabó. Es el último día de 2010 y me pesa despedir un ciclo de tantos giros.
Hace un año estaba en París. Eran las ocho de la noche. Estaba bajándome del metro, en la estación de Trocadero, y me dirigía hacia las faldas de la Torre Eiffel para recibir el año nuevo. Estaba feliz, radiante, no paraba de sonreír. Brincaba. Tomaba vino. Me congelaba bajo la chamarra, los suéteres y los dos juegos de ropa térmica. Era un sueño. Me tomaba fotografías con los mares de gente a mi alrededor y sentía que todo el ahorro y el esfuerzo para el viaje habían valido la pena por la satisfacción de saberme ahí.
Dos días después tuve la mejor noche de mi vida. Como suele ocurrir cuando uno busca las casualidades y se tiene la fortuna de amar, también fue en París. Nos tomamos de la mano frente a un inmenso ventanal con vista al Arco del Triunfo y se cumplió uno más de mis sueños. Fue magia –mucho más increíble de lo que me imaginaba– y sostuve aquel manojo de tiempo con toda la fuerza que me lo permitieron las manos.
Dos semanas después me incorporé, de manera oficial, a la fuerza laboral mexicana. Me conseguí una hoja rosa del Seguro Social y en el contrato que firmé me aseguraban que a fines de noviembre recibiría un aguinaldo. Estaba en el trabajo de mis sueños. Empecé a escribir artículos de portada y a sentirme orgullosa de ellos. Cuando algún lector escribía para felicitarme, quería llorar. Todo empezó a valer la pena. Amaba mi trabajo y lo mejor es que me pagaban por hacerlo.
Cuatro meses después empezaron los problemas. Se cumplieron cinco años de compartir nuestras vidas. Diferencias de opiniones, de planes, de vistas al futuro. Separar nuestros caminos para ya no volver atrás. Y créeme, te sigo extrañando, pero la vida está en otra parte...
Luego más cambios, más viajes, el ya-no-retorno-a-la-escuela, los nuevos artículos, la valoración de los pocos instantes que se tienen con los amigos porque ahora ya todos trabajan, lecturas que se vuelven más pausadas, gozar de gastarse el dinero del día en una buena cena que lo compense todo, el disfrute de un domingo en la mañana porque son los únicos momentos libres de la semana. Seguir creciendo, seguir adelante, mirar el acontecer diario con otros ojos.
En este 2011 cumplo 25. Así, tan predecible como soy, celebraré mi cuarto de siglo desde París. Porque ahí he vivido momentos extraordinarios y porque mi hermana va conmigo a festejar sus 15. Además, claro está, tengo otros propósitos. Mejorar en el trabajo, tener más tiempo para leer, buscar más momentos libres para ver a S. y M., seguir descubriendo nueva música con A., salir más fines de semana con mi familia, continuar escribiendo y que las sonrisas sigan a lado de H. Mientras mis metas se cumplen –o intento cumplirlas– espero que sigan los cambios, la trascendencia, la vida... Feliz 2011 a todos.

jueves, 30 de diciembre de 2010

Yo también lloré con Titanic

Por vergonzoso que parezca, debí de formarme unas 10 o 12 veces en la taquilla de un cine que exhibía el más grande éxito de 1997: Titanic. Yo tenía 11 años, me había enamorado de Leonardo Di Caprio y en las noches pensaba que si hubiera una máquina del tiempo para viajar al pasado, me hubiera gustado ser una de las pasajeras de ese trasatlántico durante el único viaje que intentó realizar con destino a Nueva York.
Cursilerías y escenas gastadas aparte. En ese entonces, Titanic era un monstruo del cine. Si no logré ver la película esas 10 o 12 veces desde una butaca fue porque los boletos se agotaban (en efecto, no era la única desquiciada). La diferencia conmigo (sí, conmigo siempre hay una diferencia) es que el drama romántico no me parecía lo más relevante de las más de tres horas de filmación (es decir: no lloraba por los rincones cantando My heart will go on y pensando en el amor perdido de Rose).
Me gustaba, por principio, la música. El disco de James Horner fue el primero que escuché en materia de soundtracks y cuando le solté una cachetada a la ladrona que se atrevió a sacar mi tesoro de mi lonchera de Hello Kitty me sentí orgullosa: estaba defendiendo lo mío. La melodía era mar, era viento, era la majestuosidad del barco. Hacia el final de la cinta, era drama. “La gente no llora por los viejtos abrazados en la cama y la mamá que duerme a los niños”, pensaba mientras yo también berreaba. “Llora por la música”.
En otro plano, me impresionaba la magnitud del accidente. Más de dos mil almas y en el barco no había botes salvavidas ni para la mitad. A mi suicida y perturbada figura además le inquietaba el agua fría. Cuando salía de vacaciones con mis papás y tenía que lanzarme a una alberca helada me decía: “Aguántate, hubo gente del Titanic que logró sobrevivir al hielo del Atlántico Norte”.
Luego añádase la crisis de mirar a la ‘muerte a la cara’. "Te vas a morir en una hora y ni el lujo ni la tecnología podrán salvarte. La nave más cercana está a cuatro horas de aquí ¿Cómo la ves?". La inmediatez del ‘fin’ me intrigaba. “¿Por qué el capitán no se quiere salvar, papá”, pregunté con los ojos bien abiertos. “El capitán siempre se hunde con su barco, amor”. ¿En serio? ¿Y los músicos con sus violines? Pues no, morirse ahogado no me hacía el más mínimo sentido.

Hace 14 años que fui al cine a ver Titanic. Ya no estoy enamorada de Di Caprio y hasta me resulta un poco triste que en el cielo de Rose esté un hombre con el que solo convivió cuatro días (y con el que tuvo sexo una sola vez) en lugar de elevarse a un paraíso donde compartiera la eternidad con el esposo con el que construyó una vida entera. Los efectos especiales ya no me parecen espectaculares y el remate musical, en voz de Celin Dion, se ha vuelto una triste melodía gastada y parodiada por innumerables medios de comunicación. Aún así, pareciera que el monstruo romántico que James Cameron ideó hace más de una década comienza a conmoverme. ¿Será que me estoy volviendo vieja y cursi?

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Black Swan

Figura de marfil. Sutil abrazo en cada giro de las zapatillas de color pastel. Un pie antepuesto al otro. Sensualidad en la cadencia de sus giros y la coordinación de sus brazos danzantes. Levantando el vuelo con cada elevación de las manos delicadamente expuestas y los muslos cuidadosamente envueltos en la tela de nieve. Aleteo musical expresado en el ascenso y descenso de las extremidades que brillan frescas y transparentes sobre el escenario. La más hermosa imagen femenina flotando al ritmo de la melodía rusa. Oscilaciones coreográficas originadas en la armonía de su cintura desplazándose libremente por debajo de la luz azulada. Hipnosis articulada como obra de la danza. La vida en el subir y bajar de la mirada iluminada. La muerte en el estremecimiento de las piernas nacidas de la estética. El más bello suicidio que haya emergido de la inspiración humana. El cuerpo transformado en arte, silueta misteriosa que cautiva en su movimiento y curiosa exploración del baile que nace de la música.

Ayer vi Black Swan. Quedé fascinada. Recuerdos de Tchaikovsky y la estupenda dirección de Aronofsky. Obsesión y ballet. Obsesión y arte. Sigo maravillada. Es todo.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Sobre el café

Te pusiste a llorar en esa primera tarde en que le leíste el cuento del café.

“Quieres hablar. Quieres decir que juntos habéis tomado muchos cafés con sabor a olvido, con sabor a desprecio, con sabor a odio amable y monótono. Quieres decir que esta es la primera vez que el café tiene este desesperante sabor a fracaso. Pero no logras articular ni una palabra”.


Lo miraste con los ojos llorosos. Te abrazó con tristeza. Lo entendió.
¿Y el amor? Lo valía todo. Su carencia de pasiones y tu histeria por su exceso de trabajo. Los chistes con que te hacía reír en las mañanas después de pelear hasta la madrugada y las velas con las que adornabas la casa cuando le cocinabas en una noche de aniversario. Su falta de expresividad y tu manera de colgarle el teléfono. La carta con papeles multicolores que recortó toda una noche para regalarte un detalle y la canción que les tarareabas cuando le querías decir ‘te amo’.
Probaron más cafés. Durante años se negaron a aceptar ‘el sabor a fracaso’.

Te pusiste a llorar en esa tarde en que se tomaron la mano, cuando en la puerta te acarició el cabello y te propusiste jamás olvidar esa sonrisa que tanto amaste.
Luego, meses después, pensaste en los cafés que nunca bebieron. Faltó uno para sanar juntos, para seguir creyendo y para crecer. Pensaste también en los cafés con sabor a entrega, a dulce alegría matinal y al inmenso deseo que sentía por ti. Pensaste en los cafés que ahora beben solos. Algunos con sabor a libertad y ansiada renovación. Otros, en noches como esta en que vuelven a escucharse, a suave melancolía y a la velada nostalgia por lo que ya no está.

jueves, 16 de diciembre de 2010

NY, NY

Me sentí desconfiada de tan solo mirar mis pies sobre el pavimento y antes de decidirme a tomar el taxi desde el JFK. Estaba sola.
Así conocí el Nueva York del movimiento; en vida desde las primeras horas de la mañana pero tan ausente de ti. Conocí el Nueva York del crepúsculo, el que alberga banquetas que se cubren con nieve a la salida de una tienda departamental y donde un parque transcribe una laguna en elixir y las hojas de sus árboles en románticos desplegados cinematográficos que los turistas tanto desean fotografiar. Conocí el Nueva York que transforma el número cinco en una avenida de lujo y excesos; de moda y aspiraciones que se no se alcanzan más que en el reflejo de la silueta de los paseantes sobre un aparador. Conocí el Nueva York vacío de tus manos y tu mirada complaciente, de tu sonrisa cómplice y de la sorpresa de saberte ahí. Conocí el Nueva York que compacta y sazona el éxtasis en un plato de pasta al pomodoro y en un postre de limón con cargo a tarjeta de crédito; el Nueva York de un botones llamado Daniel y el Nueva York que me dejó grietas en los labios por el exceso de viento helado golpeándome la cara. Conocí, además, el Nueva York del celuloide, me derretí mirándole los ojos azules y me sentí ajena a la genialidad de los dos personajes de anteojos de quienes nació el nuevo-viejo-oeste con un guión adaptado en mano. Conocí el Nueva York hipnótico, el de la música en escena, que extrae suspiros y lágrimas de sus asistentes y que me puso a cantar desde una de las butacas que adornan un teatro ubicado en una calle con apelativo numérico. Conocí el Nueva York de noche, de las calles desiertas en la madrugada y del hielo por el que me deslicé en un arranque de locura infantil.
Reconocí el Nueva York de siempre, el que se renueva con cada visita para volver a abrirse –como la obra de Eco– ante mis pasos y que volverá a tornarse desconocido cuando, en mi próxima visita, regrese a sus calles para develar sus secretos.