viernes, 27 de agosto de 2010

La vida en la editorial

Bienaventurados sean los periodistas que quieren contribuir a la mejora de la sociedad porque de ellos será el reino de los cielos. O eso espero porque si la gente de TVyNovelas y Woodward y Bernstein* están condenados a convivir en el mismo infierno, que alguien me pegue un balazo.

11 a.m.
Viernes 27 de agosto de 2010

Una pequeña redactora está sentada frente a su escritorio. Escucha a Hans Zimmer y corrige artículo de portada de la edición de octubre. De pronto, una voz femenina interrumpe tu trabajo, voltea a su izquierda y frente al escritorio de la excelentísima secretaria de TVyNovelas, localiza a una profesional de la información que está ganándose el pan de cada día y realizando las siguientes preguntas:
  • ¿No se le hace raro que haya tenido una relación tan rápido después de una relación de tanto tiempo?
  • ¿No se le hace mucho descaro que tan pronto ande con alguien?
  • ¿A su hijo ya le han colgado de todo?
  • ¿Y usted lo apoyaría?
  • ¿Usted como mamá le da algunos consejos o trata de no meterse en su vida personal?
  • ¿O sea para usted Ana Bárbara es una mala mujer?
  • ¿Pero si parecía que se llevaban también, no? ¿Será que se terminó el amor?
  • ¿Oiga y ahora que estuvo con sus nietecitos ha de haber estado muy contenta, no?
  • ¿Usted cree que sí sea cierto que le pase dinero o no?
Y así, luego de los diez minutos de la excelsa demostración de las preocupaciones de esta reportera por la existencia humana, me pregunto:

WTF?


*Con su investigación periodística del caso Watergate, provocaron la renuncia de Richard Nixon como presidente de Estados Unidos en los años setenta.

domingo, 15 de agosto de 2010

El agujero negro

En primero o segundo de primaria leí un libro llamado El agujero negro. El agujero negro era un lugar a donde iban todas las cosas que perdía la madre de Camila, la protagonista de la historia. En el agujero negro había un arete, unas llaves y un duende. El duende fue a parar al agujero negro porque la mamá de Camila lo extravió cuando era niña. Antes de llegar al agujero negro, el duende vivía en una casita de muñecas. Cuando la hija de la olvidadiza encontró el agujero negro –en un cajón– el duende macabro empezó a hacer cosas raras para que la niña lo devolviera a su casita con sus hermanos. Bueno, de eso último no estoy muy segura. Hace más de 15 años que leí El agujero negro.
Hoy concluí que mi madre también tiene su propio agujero negro. En el agujero negro de mi madre deben de estar dos celulares, un anillo, infinita cantidad de aretes, facturas de mi señor padre, tickets de ropa y uno que otro calcetín que debió de haber ido a la lavadora pero que nunca regresó del viaje a la canasta de la ropa sucia. Las últimas adquisiciones del agujero negro de mi madre son un estuche de lápices de mi hermana y una lima que solía vivir encima de mi televisión.
Voy a buscar, de cajón en cajón, y por toda mi casa. Espero tener la misma suerte de Camila y encontrar el agujero negro de mi madre. Eso sí, ojalá que esté libre de duendes verdes.

domingo, 8 de agosto de 2010

Café

Noche de no dormir, de pensar, de llorar, de arrepentirse, de sonreír, de pensar en soluciones que sabes que ya no resolverán nada. Horas de acordarse de un 'algo' que ya no existe y de cómo se le vio venirse abajo ladrillo por ladrillo.
Hace dos semanas encontré este cuento de Luis Sepúlveda. Se llama 'Café'. Y es uno de mis favoritos. Y es la imagen de tantas cosas...

Ella está bajo la ducha. El agua cae sobre su cuerpo y se detiene en la formación de repentinas estalactitas en el abismo de esos senos que has besado durante tantas horas. Colocas café en el filtro, calculas la cantidad de agua para cuatro tazas y oprimes el botón rojo.
Escuchas el sonido del agua que hierve eléctricamente y gota a gota va cayendo sobre el café, formando ese lodo aromático. Argamasa que une los adoquines de la mañana.
Ella aparece con su salida de baño anudada con descuido. Puedes ver sus muslos relucientes, húmedos aún. Retiras la cafetera, la llevas a la mesa, dispones las tazas, compruebas que los claveles persisten en su agónica estatura rosada. No son tan puramente perecederos como las rosas de mayo.
Aparece ahora con una toalla anudada a manera de turbante, puedes ver su nuca, el cuello liso y fresco, que huele a talco. Bajo el turbante un diminuto mechón escapa a las intenciones del secado y se adhiere a la piel con esa extraña presencia de rubia petrificación. Ella se sienta, tú también lo haces y, frente a ustedes, el silencio de siempre ocupa su lugar.
Sirves el café lentamente, alargas la mano hacia ella con la taza servida, llenas la tuya, con la mirada le ofreces las cosas que hay sobre la mesa. Pan, mantequilla, mermelada y otros alimentos que a esas horas y en esas circunstancias se te antojan absolutamente insípidos. Compruebas que ella no acepta, que simplemente enciende un cigarrillo y derrama unas gotas de leche en su taza de café.
Con la cuchara realizas breves movimientos giratorios que van formando espirales, hasta que compruebas la total disolución del azúcar que se ha hundido como polvo de espejos en un pozo, silenciosamente, respetando el carácter intocable de esta mañana-silencio que se inicia.
Ella es finalmente la primera en probar el café y su primera idea es que tal vez la taza estaba sucia. Levanta los ojos, te mira sin recriminaciones en el mismo instante en que tú bebes el primer sorbo y piensas que puede ser el cigarrillo el responsable de este sabor por el momento incalificable, pero es ella quien lo dice:
–Este café tiene sabor a fracaso.

Entonces te levantas, le arrebatas la taza de la mano, tomas la cafetera y vuelvas todo el líquido en el lavaplatos.
El café desaparece entre burbujas calientes y no queda más que una oscura presencia que bordea el desagüe. Abres un nuevo paquete, calculas agua para cuatro tazas y estás de pie esperando que, gota a gota, se vaya formando nuevamente esa porción de lodo matinal.
Sirves. Ella prueba. Te mira con tristeza. No dice nada. Bebes de tu taza y la miras. Ahora eres tú el que exclama:
–Cierto. Tiene sabor a fracaso.

Ella dice benevolente que puede ser cosa del azúcar o de la leche y tú gritas que no has puesto ni leche ni azúcar en tu taza.
Enciente otro cigarrillo y aleja su taza hasta el centro de la mesa mientras tú sacas todos los paquetes de café que guardas en la alacena y con la punta de un cuchillo los vas abriendo, frenético vas palpando con tus dedos su textura fina, pruebas, escupes, maldices, compruebas que todo el café de la casa tiene el mismo inevitable sabor a fracaso.
Ella no ha probado ninguno y también lo sabe. Te lo dice con la mirada perdida en los dibujos poliédricos del mantel. Te lo dice que con el humo que escapa de sus labios.
Regresas a tu silla sintiendo algo así como un ladrillo en la garganta. Quieres hablar. Quieres decir que juntos habéis tomado muchos cafés con sabor a olvido, con sabor a desprecio, con sabor a odio amable y monótono. Quieres decir que ésta es la primera vez que el café tiene este desesperante sabor a fracaso. Pero no logras articular ni una palabra.
Ella se levanta de la mesa. Va al cuarto contiguo. Se viste lentamente y hasta tus oídos llega el clic de su pulsera. Avanza hasta la puerta, coge las llaves, el bolso, el pequeño libro de viajes, piensa algo antes de abrir la puerta y retrocede hasta tu puesto para estampar en tus labios un beso frío que, aunque no lo creas, tiene el mismo sabor a fracaso que el café.

sábado, 7 de agosto de 2010

IX.

Ridículo escritor, tú que tomas el cigarro entre el medio y el índice de la mano derecha y deliras con los rostros que imprimirás en tu vida.
Miras la hoja el blanco, el cursor parpadeante y, en tu cerebro, comienzan a formarse frases inconexas a las que torpemente vas dando forma con cada golpe de tus dedos sobre el teclado de la computadora. Traduces pensamiento, intentas trazar con claridad las borrosas imágenes que ya se han gestado en tu intelecto y las nombras. Transformas lo abstracto en realidades. Transcribes sentimientos, los engrandeces o menosprecias con adjetivos comunes y vas volcando el alma en un formato electrónico que igualmente funciona como salvación o desahogo.
Palabra por palabra, línea por línea vas dando forma, creando sentido. Significas, resignificas, desentierras sinónimos y oprimes el letal ‘delete’ cuando te avergüenzas de párrafos enteros que aniquilas sin remordimiento alguno.
Juegas con la inmortalidad, intentas dominar el tiempo y apresar fragmentos efímeros de realidades que amenazan con desaparecer de tu memoria. De las caóticas imágenes y sensaciones que piensas, ansías crear materialidad, estructura, Ser.
Y ahí queda el párrafo terminado. Lo observas temeroso y desconfiado. Miras sus defectos y pocas veces te sientes satisfecho. Al menos te congratulas por el espíritu sosegado. Algunas veces borras la evidencia y finges que nunca existió. Otras veces te armas de valor y le dejas salir del procesador de texto en que nació. Siempre desconfiado, intentando que el siguiente sea mucho mejor. Y así con tantos otros fragmentos que emergen de tu sinsentido y que a veces toman la apariencia de aquello que llaman escritura.